Nuestro primer viaje a Europa fue, por decirlo elegantemente, de miseria absoluta.
Habíamos comprado los pasajes meses atrás, cuando nuestra situación económica era muy diferente a la realidad que vivíamos cuando tuvimos que subir al avión. El presupuesto que manejábamos con el salteño, era más corto que patada de chancho.
Nos fuimos igual, en contra de toda lógica. No queríamos perder los pasajes (cambiarlos de fecha era más caro que comprarlos nuevamente) y porque somos, en definitiva, dos kamikazes irresponsables.
El viaje ameritaba una serie de ajustes drásticos, el más importante era el tema del alojamiento y la opción que mejor se adaptaba a nuestros escasos fondos presupuestarios era evidente: debíamos dormir en hostels.
«Obvio que tenemos que dormir en hoteles» me aseguró el señor oriundo del norte, aquella tarde de abril, unas semanas antes de nuestra fecha de partida. Aún recuerdo su cara de preocupación ante mi comentario ridículo…
Adivinando que no había entendido lo que quise decir, le aclaré: «No amor. Vamos a dormir en un HOSTEL, con S en el medio, no en un HOTEL».
«Eso no existe» me respondió, con la seguridad de un señor de más de 5 décadas que no estaba dispuesto a debatir los conceptos más básicos de la sociedad moderna. Le expliqué entonces, a grandes rasgos y sin ahondar en detalles, las diferencias sustanciales entre hotel y hostel. Y le comenté, gráficamente, que la diferencia de tarifa que teníamos entre hospedarnos las 5 noches en Barcelona era de casi el doble…
«Tripa corazón, mi amor. Es esa o no viajamos…» le dije, sabiendo que por la guita baila el mono.
«Bueno… está bien» refunfuñó con cara de pocos amigos, dejando bien clara su postura, completamente en contra de semejante demencia.
El primer hostel que pisamos (el de Barcelona) resultó ser un primor absoluto. Ubicado en el coqueto y refinado barrio Eixample, la zona más «nueva» de la ciudad (aunque data del 1860). Una casona antigua, remodelada con exquisitez. Pulcro, ordenado, decorado con sencillez, buen gusto y dedicación, un combo insuperable. Pocas habitaciones, todas privadas. Una cocina de novela, super equipada, por te querías cocinar algo. Los baños, aunque compartidos, resultaban más que suficientes por la cantidad de huéspedes. El servicio impecable. Maravillosa experiencia.
El segundo destino fue París, ciudad que se caracteriza por hotelería cara, habitaciones mínimas y demanda permanente.
Los hostels estaban todos completos, deberíamos quedarnos en un hotel… Fue un desafío olímpico buscar uno que no sea demencialmente caro, razonablemente bien ubicado y sencillamente decente.

Después de una exhaustiva investigación, elegí uno con ubicación insuperable (a 200 metros de las Galerías Lafayette) y un precio accesible. Los comentarios en Booking lo calificaban como bueno a secas, sin grandes lujos pero normal.
«Cuán feo podía ser? Conque esté limpio y tenga una buena cama, suficiente!» me dije a mí misma.
La llegada a París fue inolvidablemente estresante.
Nuestro vuelo desde Barcelona llegaba al aeropuerto de Beauvais, ubicado a 80 km de la capital francesa, a las 19.30 hs. Media hora después tomaríamos un bus que en 1 hora y cuarto nos dejaría en Porte Maillot, donde se encontraba una estación de metro. Haciendo dos combinaciones con otras lineas, terminaríamos el periplo a unos 300 metros del hotel elegido, llegando a las 22 hs aproximadamente.
La teoría sonaba perfecta. Pero la teoría muchas veces no coincide con la práctica…
Aterrizamos puntualmente. A partir de ese instante, se desató la famosa «serie de eventos desafortunados».
Un percance técnico en el aeropuerto, nos retuvo casi media hora dentro del avión. Las valijas pasaron por el infierno y el purgatorio de Dante antes de llegar al paraíso de nuestras manos. La terminal estaba en plena construcción, repleta de desvíos y demoras extras.
Después de la interminable carrera de obstáculos, llegamos a la parada de micros, donde el nuestro brillaba por su ausencia. El próximo partía en 30 minutos. Mi mente frenética hacia cálculos… estábamos demorados, pero no era nada crítico.
El punto crucial en este embrollo matemático, era el horario del metro. Recordaba haber leído que algunas líneas funcionaban hasta las 23 hs… lo que no me acordaba con exactitud era si «nuestra línea» era una de ellas.
Si llegábamos tarde y la estación del metro estaba cerrada, había que tomar taxi hasta el hotel, lo que significaba desembolsar unos 70 euros… Una fortuna para nuestros esqueléticos bolsillos.
Partimos del aeropuerto pasadas las 20.30 hs. A los pocos minutos ya estábamos en la autopista. «Relax, estamos bien de tiempo, no te preocupes» me decía a mí misma, intentando tranquilizarme.
Me acomodé en la butaca, cerré los ojos y empecé a respirar en forma consciente. Necesitaba una pequeña dosis de mi ritual espiritual para sosegar mi alma atribulada.
En medio de mi meditación express, un sacudón me trajo rápidamente al planeta tierra.
Estábamos completamente parados en medio de un mega-embotellamiento de tráfico. Miles de luces rojas de stop y amarillentas balizas intermitentes alumbraban el cemento de la ruta, como un árbol de navidad, completamente inoportuno. Ahí nos quedamos unos cuantos minutos, que mi ansiedad contabilizó como eternas horas, hasta que el bus empezó a moverse, lenta y dolorosamente.
Así comenzó nuestra marcha, avanzando a velocidad de tortuga cuadripléjica.

La meditación pasó al olvido y me zambullí en una abrupta plegaria religiosa. Pensar en el despilfarro de una suma tan exhorbitante (para nosotros) de 70 euros en un taxi (equivalente a 7 comidas, 2 noches de hostel en Roma, 28 viajes en bus, etc, etc) me carcomía la existencia.
Los minutos avanzaban con rapidez inusitada, proporcionalmente inversa a la velocidad del micro, que parecía arrastrarse en cámara lenta. La supuesta hora y cuarto se duplicó por arte de magia y la hora clave (23 hs) nos encontró sentados en las incómodas butacas del bus.
El salteño, completamente ajeno a mi sufrimiento, estaba inmerso en otra película. Contemplaba con una inmensa sonrisa, la lejana y deslumbrante silueta de la Torre Eiffel, que brillaba con sus miles de luces, por primera vez en su vida. Un faro resplandeciente que hacía bailar su corazón. Yo, desbordada por la ansiedad, intentaba detener mentalmente los segundos que se escapaban inexorablemente del reloj.
Llegamos a la estación de subte a las 23.15 hs.
«Ojalá me haya equivocado» me repetía una y otra vez, como un mantra que nos protegería del amenazador derroche. Sentí entonces, el particular temblor del metro pasando debajo de nuestros pies. Un estremecimiento me invadió y la preocupación se evaporó súbitamente.
Me equivoqué! grité de alegría al cielo, al tiempo que agradecía al universo, al santoral completo, a Dios y cuanto personaje con trascendencia celestial se me cruzó en la plegaria. Sentí el cuerpo liviano y el espíritu tranquilo. Nos sentamos en un vagón desierto y me relajé completamente, mientras el glorioso vaivén se llevaba los fastidiosos restos del estrés acumulado.
Salimos del metro a medianoche y la penumbra de París nos envolvió ferozmente. Cada uno de los músculos de mi cuerpo temblaban de cansancio, pero nos faltaban unos metros para llegar a la meta final. La promesa de una cama mullida y caliente me reconfortaba milagrosamente.
Llegamos a la puerta del hotel, donde debíamos instalarnos durante una semana. Lo miré al salteño, quien inmediatamente me leyó el pensamiento.
Entramos en el lobby del hotel, haciendo un esfuerzo colosal para no huir despavoridos…
Al entrar al hotel, cruzamos un umbral cósmico, rumbo a un espacio paralelo. Nos convertimos en los improvisados protagonistas de una bizarra película de terror, un aterrador thriller de bajo presupuesto.
El infernal olor a humedad, mezclado con un tufo rancio de procedencia desconocida, nos dió la bienvenida. El hedor era tan fuerte que parecía haberse corporizado, lo presentía a nuestro alrededor, moviéndose burlonamente por toda la sala.
La gastada alfombra, de un intenso y doloroso fondo violeta con extraños arabescos negros, mostraba sus peligrosas hilachas en el surco descolorido, que iba desde la puerta a un mostrador enclenque, donde un inmenso gato negro, con ojos endemoniados, nos miraba fijamente. Dos sillones destartalados, de un color espantosamente indescriptible, descansaban solitarios contra las paredes empapeladas de una dudosa tonalidad lila.
La tenue luz, que parpadeaba rítmicamente al son de una suave melodía oriental, un extravagante bálsamo sensorial, ajeno al espeluznante ambiente donde nos encontrábamos, le daba el toque final al estremecedor escenario.
El salteño me agarró fuerte de la mano, temiendo que salga corriendo en cualquier momento.

El cansancio infinito que sentía en mi cuerpo me obligó a emitir un débil «Hello».
Una silueta emergió del cortinado negro que colgaba, burdamente, atrás del mostrador. Era un joven hindú, de piel tersa, ojos distraídos, enfundado en un ajustado traje oscuro, corbata violeta furioso (a tono con la alfombra…) y una sonrisa digna de publicidad de pasta de dientes. El gato, fiel guardián del nefasto decorado, nos escrutaba descaradamente con ojos de Halloween.
«Tenemos una reserva » le dije, con un hilo de voz.
Rápidamente el hindú confirmó la información y nos dió la llave del cuarto.
La idea de comer algo en el hotel había desaparecido en el mismo instante que cruzamos el umbral y nos sumergimos en aquel escalofriante inframundo del hotel parisino.
Nuestra habitación era en el segundo piso. El hotel no tenía ascensor, un detalle intrascendente, teniendo en cuenta la situación general… Por otro lado, sólo viajábamos con un carry-on cada uno (cosas que se aprenden viajando…)
La escalera consistía en un inhóspito pasadizo de medio metro de ancho, una incómoda serie de irregulares escalones torcidos, tapizados con otra alfombra pestilente de color fucsia rabioso, y una débil luz azul que remataba la tétrica identidad de nuestro peculiar alojamiento.
Después de una dificultosa subida de costado, al estilo cangrejo, llegamos a la puerta de nuestra habitación. El pasillo, completamente oscuro, nos envolvió con una desagradable variable aromática, que nos anticipaba un espectáculo siniestro…
Cuando entré en aquel cuarto, el cansancio de haber estado «de viaje» casi todo el día, el estrés acumulado por horas y la sensación de repulsión por el lugar me desbordaron.
Las lágrimas me brotaron sin contención.
La habitación consistía en un cubículo diminuto, impregnado del desagradable y ya familiar tufo. La cama (un colchón de antigüedad dudosa, que de limpia y mullida tenía muy poco) estaba apoyada contra dos paredes grises y el lugar para moverse alrededor de la cama era milimétrico. Las valijas quedaron aprisionadas en un pequeño espacio detrás de la puerta y nosotros parecíamos contorsionistas al movernos.
El baño se reducía a un oxidado duchador, tristemente colgado de la pared de mosaicos verde manzana (la afición del «decorador del tren fantasma» por los colores estridentes era notoria), sin cortina ni mampara. El aterrador toilette se completaba con una antigua pileta a punto de desplomarse, colocada incómodamente para los valientes huéspedes que se animaran a lavarse las manos o los dientes en semejante pocilga. El inodoro brillaba por su ausencia!
Resultó ser un particular «baño en capítulos» (?!?!?). La segunda parte se encontraba a unos 10 metros de distancia. Se trataba de otro cubículo, tan infame como el privado, donde un artefacto sanitario, en condiciones deplorables obviamente (para no desentonar con el resto de la escenografía espeluznante) aguardaba las visitas.
Al salir de «esa parte del baño», completamente shockeada, tuve la sensación de estar deambulando dentro de la casa de Psicosis…
«En cualquier momento me cruzo con Norman Bates» pensaba irónicamente, mientras caminaba por el lúgubre pasillo de regreso a la habitación cuando PUM! me tropecé con un sombra que se movía en sentido contratrio. Se trataba de otro huésped del hotel terrorífico, que caminaba muy apurado rumbo al «baño capitulo 2». El señor me murmuró algo ininteligible (una disculpa quizás…) que me llegó envuelto en una nube con olor a whisky barato.
Estaba decidida a huir del laberinto del terror inmediatamente. Pero eran las 12 y media de la noche, estábamos agotados y la idea de salir a dar vueltas con las valijas, no era muy seductora. El salteño logró calmarme, con la condición de irnos al otro día.
Abrimos la ventana de par en par, y el aire fresco de la noche comenzó a diluir el tufo nauseabundo que nos envolvía.
Nos recostamos sobre la cama, completamente vestidos, a mirar la luz de la luna sobre los techos de París, hasta que nos quedamos dormidos.