Festín turco

Una bienvenida memorable. Un día legendario. Una noche antológica.

Habíamos reservado una habitación en uno de los típicos hoteles de Capadocia. Cuevas de toba calcárea, protagonistas indiscutidas de este destino fascinante, recicladas en alojamientos tan sorprendentes como espectaculares.

Nuestro primer día fue intenso. 

Arrancamos con una inolvidable llegada triunfal (en ESTE POST te cuento con detalle), tiramos el equipaje en el hotel y salimos a pasear por Goreme, una pequeña ciudad de Capadocia dedicada pura y exclusivamente al turismo, lugar ideal para alojarse si tenés planes de recorrer esta región mágica.

Anduvimos en cuatriciclo (tremenda experiencia, te la súper recomiendo!), nos aventuramos hasta Uchisar en bus público, saboreamos uno de los tantos çay que bebimos durante nuestro tiempo en este país (el exquisito té turco negro) con baklava (uno de los postres más exquisitos que probé en mi vida) y fuimos testigos de la magia del sol escondiéndose entre las chimeneas de las hadas. 

Gran experiencia! En cuatriciclo por Capadocia.

Por fin nos agarró la noche.

Decidimos cenar en un restó bastante cercano al hotel. En Goreme todo es «acá nomás». Los hoteles, comercios, bares y locales gastronómicos se concentran en menos de un kilómetro, casi todos sobre la «calle principal».

Nos recibieron unos mellizos de novela taquillera, que destilaban amabilidad y cordialidad. Elegantemente vestidos y con una inmensa sonrisa dibujada en sus caras morenas. Después de devolver el saludo les pregunté si aceptaban tarjeta de crédito. 

«Por supuesto, madame» contestaron en perfecto inglés. 

«Ok, entonces nos quedamos» le respondí, aliviada. 

(Parentesís aclaratorio, fundamental y oportuno. Cuando viajo, tengo la costumbre de llevar muy poco dinero encima, el mínimo necesario para comprar una chuchería en algún puesto callejero, no mucho más. Pago todo lo que puedo con tarjeta de crédito. Lo tengo muy incorporada en mi rutina de vida, esté de viaje o no, por eso la importancia de la pregunta, para decidir si nos quedábamos a comer ahí o buscábamos otro lugar).
Afortunadamente no fue necesario. Realmente quería cenar en ese lugar. Trip Advisor lo mostraba en el primero de los lugares para comer y aunque me llevé un par de chascos con recomendaciones de esa plataforma, los comentarios eran realmente fabulosos. Incluso había consultado en el hotel y me dijeron que era uno de los mejores restaurants que había en la ciudad.

Volvamos al cuento. Se trataba de un negocio familiar. Los mellizos y una chica joven (sin dudas la hermana de los mellizos, el parecido era contundente) se repartían para atender a los comensales. El padre, claramente, estaba a cargo de la cocina y la madre era la encargada de la caja. 

El lugar, como todo en Goreme, simulaba ser una cueva. Las luces, cálidas y tenues, le daban al salón un ambiente especial, íntimo, entrañable. Una manada de alfombras multicolores, perfectamente gastadas, tapizaban por completo el piso de tierra pisada y tinajas de diferentes tamaños y formas pululaban por toda la estancia. Unas pocas mesas y sillas de madera rústica anticipaban, silenciosamente, una noche perfecta. Los suaves acordes melódicos de música turca completaban el escenario cinematográfico.

No había menú escrito, detalle que me terminó de conquistar.

El mellizo que nos tocó en suerte nos explicó cuales eran los tres platos disponibles de ese día. Nos decidimos por el testi kebabi, típica comida turca. Este guiso de cordero se cocina durante horas dentro de una pequeña tinaja de barro, lo que le da un sabor único y particular. Para servirlo, se rompe el recipiente. Nos tentamos al ver al otro mellizo celebrando este ritual en la mesa de enfrente. 

Testi kebabi, guiso de cordero típico de Turquía

«Espectacular! Es el manjar de la casa y lo mejor que van a comer en toda Turquía» sentenció con seguridad nuestro anfitrión experto. 

El suculento plato debía acompañarse con una jarra de vino caliente. El gesto reprobatorio con el que nos miró cuando insinuamos la idea de que el vino esté a temperatura ambiente fue lapidario.

«Vamos con el vino caliente!» dijimos al unísono con el salteño, incapaces de contradecir a nuestro mesero. 

La cena fue un festín. Del derecho y del revés. 

Cuando terminamos de comer, el mellizo nos ofreció un çay (si, los turcos toman este brebaje toda hora y en todo lugar). Todavía nos quedaba media jarra del vino caliente (que, nobleza obliga, es una delicia absoluta!) por lo que decliné amablemente su oferta.

«Madame, permítame que le diga, es mucho mejor si todavía no terminó el vino. El çay limpia la boca del sabor del guiso, puede acompañarlo con un postre si gusta. Así evita que el dulce se mezcle con los sabores de la comida. Además es muy bueno para el estómago y evita que el alcohol le caiga mal».

La explicación científica del mellizo, aunque era redomadamente incomprobable, tenía cierta lógica, sobre todo bajo los notorios efectos del vino caliente que ya sentíamos en nuestro cuerpo. 

Tomamos nuestro çay acompañado con una porción de baklava, por supuesto (a esta altura del viaje ya erámos adictos a este postre) y después aniquilamos lo que quedaba de vino.

Baklava, una delicia turca. Masa filo, pistacho y almíbar.

Se terminó la bacanal, hora de pagar la cuenta. 

Le damos la tarjeta de crédito a nuestro mellizo preferido, quien vuelve a los pocos segundos con un preocupante gesto de angustia y nos informa, con inmenso pesar, que no tenían tarjeta.

«Pero cómo me decís eso ahora? Si fue lo primero que preguntamos al llegar y vos mismo me dijiste que sí. De otro modo no hubiésemos entrado!»  le respondo.

Se disculpó mil veces en 30 segundos, nos explicó que hacia días que la máquina no funcionaba (al parecer un problema muy habitual en la zona) y que él no estaba al tanto de este inconveniente, que se había enterado recién. 

«Pero no tenemos plata» le respondo, entre enojada y preocupada.

Se acercan entonces el padre y la madre, muy solemnes, a presentar sus condolencias formales por el grave inconveniente. Y nos dicen, con una sonrisa amable y sincera que no había problema, que vayamos tranquilos.

«Cómo que nos vayamos? No entiendo!» exclamé, mientras traducía en simultáneo al salteño que, con cara de espanto, me preguntaba si estaba entendiendo lo que me decían. 

El mellizo, en rol de vocero oficial, repetía que fue un error de ellos, por favor madame perdón por la molestia, lo más importante es que les gustó la comida y pueden irse tranquilos.

Yo, cuál loro desquiciado, seguía preguntando ¿WHAT, WHAT, WHAT?

No se me podía pasar por la cabeza que después de haber comido como los dioses y disfrutado una cena memorable, nos pedían disculpas fervientemente y nos invitaban a irnos sin pagar. 

Azorados por la situación, incapaces de descifrar si era una joda para Showmatch o se trataba de alguna extraña costumbre del lugar, ofrecimos diferentes soluciones para resolver el problema.

«Porque no nos acompañan hasta el hotel y le damos el dinero». «Pagamos al hotel la cena y después arreglan con ellos». «Dejamos el dinero en el hotel».

A cada una de las propuestas, los turcos negaban con la cabeza y amablemente nos volvían a repetir que no había problema.

Cuando vimos que no había caso, decidimos irnos. La familia entera nos escoltó hasta la puerta, siempre sonriente, para despedirnos y nos fuimos tranquilamente del restaurant sin pagar…

La noche siguiente nos presentamos ante la madre y saldamos nuestra deuda honor, que pesaba en nuestra conciencia.

Cuando recuerdo esta anécdota siempre pienso lo mismo… ¿qué hubiera pasado si esto nos pasaba en otro país?

Un comentario el “Festín turco

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